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martes, 12 de enero de 2010

Capítulo VIII: La epifanía

-Listo Marcos, dijo Ale, ahora podemos ver donde estamos y ver donde están los demás. Cambié ciertos datos y ahora cada uno de nosotros aparece como una letra en vez del blip que tenía, me pareció más cómodo.
-Perfecto, gracias.
Nos pusimos en marcha, según aparentaba el soleado día, eran alrededor de las 3 de la tarde. en parte lo sabía porque había desayunado y ya tenía hambre otra vez. Por lo que nuestro camino comenzó en dirección Oeste en lugar de ir hacia el norte, porque pese a tener tecnología de última generación, no me resulta fácil matar con el estómago vacío.
Previamente nos vestimos con la ropa verde tradicional para cubrir nuestro chalecos y no ser vistos fácilmente. Caminamos incesantemente, podía escucharlos hablar, de la emoción que sintieron al disparar, que el retroceso del arma casi los hace caer, etc. Una típica charla de niños con juguete nuevo. Luego de dos horas, llegamos a lo que parecía un almacén. Estaba bien custodiada por cuatro guardias.
Nos desplegamos en tres grupos de dos personas, siempre un hombre y una mujer, Ale y Mónica fueron por el frente, mientras que James y Johanna subieron a un tanque de agua con el PSG, y por último, Verónica y yo fuimos por detrás.
Mis nervios hacían temblar mis manos, no podía dar pasos sigilosos. Entonces, antes de lo que hubiera deseado, tuvimos que actuar. Uno cayó por la puntería telescópica de Johan. mientras que otros dos murieron baleados por Mónica; pero uno no estaba, de repente desapareció.Vero avanzó hacia la puerta dispuesta a entrar en el reservorio de víveres, pero desde dentro la avanzó el perspicaz guardia, el cual la tomo del cuello y puso un arma en su cabeza.
Sorprendidos, todos se atornillaron al piso y tiraron sus armas, justo como ordenaba el vigilante. La frustración y la ira me invadieron, y en mi imaginación podía verme encestándole el cuchillo en la cara al soez dominador; por lo que, al igual que en la base, mi mano tomo el chuchillo de mi pierna derecha y lo lanzó con fuerza, para atinar entre los ojos al bastardo, que cayó sin vida mientras que su rehén lo miraba inmutable.
Fue en ese preciso momento que todo me cerró. Los trajes no tenían más función que coordinar el cuerpo y la mente, de ahí los impulsos eléctricos en la cabeza. Todo pensamiento se reflejaba en un movimiento corporal, por ende, todo o que yo piense en hacer, el cuerpo obedecería a causa del traje, como un titiritero y su muñeco, mi cuerpo era la marioneta de mi cabeza.

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